Nunca lo entendió. Nunca pudo ayudarlo, ni a él ni a nadie al que le pasara lo mismo.
Era una gran amiga cuando le contaban las alegrías. Era la persona que subía los ánimos cuando los problemas eran inevitables. Y era la peor compañía posible cuando los problemas eran producto de uno mismo. Así como la persona que no puede pasarse unos días sin hacer deporte no entiende que alguien no haga nada, a ella no le cabía en la cabeza que las personas no resolvieran sus problemas intangibles. Esos que los médicos no ven, los que no se pueden explicar porque están en un rincón oscuro de la cabeza.
¿Si está en sus manos, por qué llora en vez de solucionarlo?¿Por qué no piensa en positivo y listo?¿Por qué no se cura, si no tiene ninguna enfermedad?
Nunca lo entendió y, no sólo eso, lo culpó hasta sus últimos días de no haber podido salir. Recién ahora, tarde, demasiado tarde, cuando él ya no está, se ha dado cuenta. Nunca fue capaz de ponerse en su lugar, de ver su incapacidad de resolverlo por sí solo.
Recién ahora se puso en su piel, escondió la mano dentro del abrigo y se sintió Napoleón. Y por primera vez, tarde, demasiado tarde, conectaron.